La matanza de Puerto Hurraco


La matanza Puerto Hurraco

Detalles del caso

  • Clasificación: Asesinato en masa
  • Características: Venganza
  • Número de víctimas: 9
  • Fecha del crimen: 26 de agosto de 1990
  • Perfil de la víctima: Antonia Cabanillas, 14, y su hermana Encarnación, 13 / Manuel Cabanillas Carrillo, 57 / Reinaldo Benitez Romero, 62 / Antonia Murillo Fernández, 57 / José Penco Rosales, 43 / Araceli Murillo Romero, 60 / Andrés Ojeda Gallardo, 36 / Isabel Carrillo Dávila
  • Método del crimen: Disparos con escopeta de cartuchos
  • Lugar: Puerto Hurraco, Badajoz, España
  • Estado: Las hermanas Ángela y Luciana Izquierdo fueron absueltas como posibles inductoras del crimen. Emilio y Antonio Izquierdo fueron condenados a trescientos cuarenta y cinco años de cárcel cada uno. Emilio Izquierdo falleció por causas naturales en la prisión de Badajoz a los 72 años el 13 de diciembre de 2006. Antonio Izquierdo se suicidó en la prisión de Badajoz a los 72 años, ahorcándose en su celda el 25 de abril de 2010

La matanza de Puerto Hurraco

Francisco Pérez Abellán

El viejo odio de los «Amadeos» y los «Patapelás». Muertes y amores desventurados. Nueve asesinados y seis heridos. El sospechoso incendio de la casa de los «Patapelás». Un pueblo amenazado. La extraña muerte de la madre, desencadenante de la horrible tragedia.

A 150 kilómetros de Badajoz, en la llamada «Siberia Extremeña», está Puerto Hurraco, una aldea de la comarca pacense de La Serena, pedanía de Benquerencia, cercana a Castuera, que en 1990 tenía unos 200 habitantes, muchos de ellos con los linajes entreverados: Cabanillas-Cabanillas, Rodríguez-Rodríguez, Izquierdo-Izquierdo, lo que dicen que es abono para la locura.

Pasadas las diez de la noche del domingo 26 de agosto de aquel año, dos hombres vestidos con ropas de cazador, cruzados de cananas con abundante munición y armados con escopetas repetidoras del calibre 12 se mueven como sombras por detrás de las casas hasta situarse en un callejón en el centro de la aldea que da a la calle principal.

Durante unos minutos quedan a la espera. Muy cerca de allí, en la calle Carrera, que hace las veces de gran paseo, unas niñas se despiden de un amiguito, unos vecinos hablan sentados en la terraza de un bar, otros toman el fresco después de un día caluroso en la puerta de sus casas. Entre hombres y mujeres reina una calma apacible y serena, en un pueblo en el que se conocen todos, al final de una jornada de asueto. Pero la tranquilidad aparente oculta viejas desavenencias entre dos familias, los Cabanillas, conocidos como «los Amadeos» y los Izquierdo, a los que llaman los «Patapelás».

Puerto Hurraco vive de la aceituna, el grano, el cerdo y la oveja. Ha estado durante mucho tiempo en el atraso y la miseria, como una de las zonas más depauperadas de España, pero la llegada de la electricidad en los años setenta y la implantación del agua corriente en los ochenta, elevó la calidad de vida de sus habitantes.

De repente, los dos hombres que se ocultan en las sombras obedeciendo a una señal convenida irrumpen en la calle principal abriendo fuego con sus escopetas. Lo disparos son de postas, lo que significa que cada cartucho de caza contiene nueve gruesos perdigones de plomo.

Las primeras en caer son las niñas Antonia y Encarnación Cabanillas Rivero de catorce y doce años respectivamente. Les disparan en el pecho a corta distancia hiriéndoles de muerte. Encarna apenas puede hablar y Antonia grita pidiendo ayuda a Isabel, la otra hermana, que salva su vida arrojándose al suelo.

Manuel Cabanillas, de cincuenta y siete años, sale del bar vecino gritando «estáis locos, que las vais a matar: no veis que son unas niñas», cuando recibe los disparos que lo matan. Se produce una primera descarga de cinco tiros que crea confusión, carreras y miedo en la calle. Antonio Cabanillas, veinticinco años, hijo de Manuel, intenta en un primer momento hacer frente a los que disparan, pero estos rápidamente vuelven las escopetas contra él y le alcanzan por la espalda cuando intenta ponerse a cubierto. Los impactos que recibe le dejarán para siempre en una silla de ruedas.

Los vecinos que pueden escapar se ocultan en sus casas o se parapetan tras árboles y mesas. Los agresores cargan sus armas y siguen disparando sobre todo lo que se mueve. Araceli Murillo Romero, de sesenta años, que está sentada a la puerta de su casa ve caer heridas a las dos niñas y sin pensarlo va hacía ellas para prestarles ayuda. Los hombres armados le disparan matándola en el acto.

José Penco Rosales, de cuarenta y tres años, primo del alcalde pedáneo, que juega a las cartas en el bar, recoge a dos de los heridos en la primera descarga y los traslada en su coche a un centro asistencial en un pueblo vecino. Cuando regresa para hacerse cargo de otras víctimas, los dos hombres que no han dejado de disparar sobre la gente del pueblo, le salen al paso y apuntando de frente a los cristales de su coche lo matan al volante.

Algunos intentan escapar del pueblo. Así Manuel Benítez, Antonia Murillo Fernández y su cuñado, Reinaldo Benítez, suben a un automóvil. Los agresores les disparan agujereando la chapa y los cristales. Los impactos siegan las vidas de Antonia, cincuenta y siete años y Reinaldo, de sesenta y dos.

En medio de la calle, disparando para todos los lados, los agresores no dejan descansar sus escopetas. Algunos vecinos logran dar aviso a la Guardia Civil en el puesto de la localidad vecina de Monterrubio de la Serena. Un vehículo con dos agentes entra en el pueblo. Los criminales les apuntan y disparan sin permitirles salir del vehículo. El agente Juan Antonio Fernández Trejo, de treinta y un años, recibe un disparo en el pecho; el agente Manuel Calero Márquez resulta herido en la pierna izquierda.

Además de los siete muertos en el acto que los dos asesinos dejan tras de sí antes de darse a la fuga, quedan heridos otros nueve, dos de los cuales fallecerán a consecuencia de la gravedad de sus heridas. El balance final de la matanza será de nueve muertos y seis heridos.

En el hospital Infanta Cristina de Badajoz son ingresados Guillermo Ojeda Sánchez, de ocho años, con un disparo en el cráneo, muy grave, en coma profundo, quedaría hemipléjico; Andrés Ojeda Gallarde, treinta y seis años, herido en el pecho y el vientre, con shock hemorrágico, muy grave. En el hospital Don Benito de Villanueva de la Serena quedan ingresadas: Isabel Garrido Dávíla, de setenta años, herida en el pulmón derecho, muy grave; Vicenta Izquierdo Sánchez, herida en el brazo izquierdo y Felícitas Benita Romero, con el impacto de un proyectil en un hombro.

Todo había ocurrido muy deprisa. El plan consistía en matar a un número indeterminado de habitantes de Puerto Hurraco. Los criminales cruzaron el pueblo descargando sus escopetas. Con los cadáveres en charcos de sangre, los heridos quejándose del dolor de sus heridas y el resto de los vecinos atemorizados, los agresores huyeron al monte cercano.

Rápidamente se organizó la caza de los fugitivos. Un fuerte dispositivo de más de doscientos agentes de la Benemérita, a pie, a caballo, en vehículos todo terreno y apoyados por un helicóptero, peinaron toda la zona. Vecinos y guardias pasaron la noche en vela. Quizá la peor de sus vidas. Sentían la amenaza de los francotiradores muy próxima.

Entrada la mañana del día siguiente dieron con los asesinos. ¿Quiénes eran aquellos desalmados? ¿Por qué mataban indiscriminadamente? Como muchos sabían ya, se trataba de Emilio, cincuenta y ocho años, y Antonio Izquierdo, cincuenta y tres, los hermanos «Patapelás» que habían empezado por asesinar a las «níñas Cabanillas» y habían saciado sus ansias de venganza contra todo el pueblo.

Emilio fue sorprendido apostado cerca de la vivienda de dos de sus víctimas y Antonio descubierto por el helicóptero cuando huía monte arriba. Uno de ellos llegó a decir en su captura, aún caliente con la excitación de la sangre: «Si no me hubierais detenido, habríamos vuelto a disparar durante el entierro de los muertos.» Lo dijo como si tal cosa.

Emilio, el jefe del clan, y Antonio, el hermano menor, llamado «el Tuerto» porque de niño perdió un ojo que le destrozó un gallo a picotazos, los dos solteros, vivían en la localidad vecina de Monterrubio con sus hermanas Ángela y Luciana, también solteronas. Ángela y Luciana huyeron después de la masacre y fueron localizadas cuatro días después en la estación de Atocha, en Madrid. Serían acusadas por el sordo clamor popular de inductoras del crimen, pero nada podría probarse. Se les descubrió una grave dolencia mental que las recluyó en el manicomio de Mérida.

Los «Patapelás», nacidos en Benquerencia, de familia de labradores que se trasladó a Puerto Hurraco con seis hijos, tres varones y tres mujeres, abandonaron el pueblo, resentidos y cargados de odio, cuando murió la madre, Isabel Izquierdo Caballero, que falleció carbonizada en un extraño incendio del que algunos dicen que fue provocado, el 18 de octubre de 1984. Isabel era una mujer fuerte en torno a la cual giraban las vidas de sus hijos, prueba de ello es que cinco de los seis se quedaron solteros. Sólo se casó Emilia, que reniega de la macabra herencia familiar.

Emilio, su hermano homónimo, explica así la matanza: «Ya estoy tranquilo, ahora ya estoy tranquilo. Después de seis años, ya he vengado la muerte de mi madre; ahora que sufra el pueblo lo mismo que he sufrido yo durante seis años.»

El líder indiscutible de los «Patapelás» hacía culpable al pueblo entero de Puerto Hurraco. Y había preparado cuidadosamente la venganza. A uno de los psiquiatras le confesó que eligió agosto porque es friolero y en invierno se le entumecen los dedos y no puede disparar.

La enemistad entre «Amadeos» y «Patapelás» había empezado treinta años antes entre Manuel, el padre de los asesinos, y el abuelo de Antonio Cabanillas, padre de las niñas de doce y catorce años primeras víctimas de la masacre, por un desacuerdo sobre lindes. Continuó con los amores no correspondidos de Luciana Izquierdo por Amadeo Cabanillas que se saldó con el homicidio de Amadeo, tío de las niñas asesinadas, muerto a puñaladas por el mayor de los Izquierdo, Jerónimo, el 22 de enero de 1967.

Era tal la idea obsesiva de venganza de Jerónimo contra los «Amadeos» que luego de cumplir catorce años de condena por el asesinato, apuñaló a Antonio Cabanillas, padre de las niñas muertas -«no pudo matarme y ahora me matan a mis hijas», lloraba Antonio en el funeral-, por lo que fue ingresado en el Psiquiátrico de Mérida donde murió.

Tres años después de la matanza, . Antonio escuchó la sentencia con camisa blanca, sin corbata, traje mil rayas, jersey, borceguíes negros y calcetines negros. Emilio llevaba camisa blanca, sin corbata, traje azul, jersey del mismo color, mocasines de estreno y calcetines blancos. Emilio estaba mucho más canoso que cuando las fotos de su detención dieron la vuelta al mundo.


La matanza de Puerto Hurraco

Margarita Landi

El domingo 26 de agosto de 1990, fecha que quedará para siempre grabada en sangre, fue un día muy caluroso; el sol abrasador obligaba a extender toldos, echar persianas y correr cortinas, al invadir calles y plazas pegándose a las fachadas de las casas. Eran las nueve de la noche cuando salí a mi terraza, en un piso 23, para contemplar una vez más la hermosa vista que ofrece Madrid con sus luces encendidas y me encontré con la luna, que estaba en su fase de cuarto creciente, mostrando en su centro una coloración ocre, lo que significaba que al asomar por el horizonte había sido roja como la sangre.

Por experiencia sé que esa luna es la que ejerce una nefasta influencia sobre algunas personas, generalmente paranoicas. Me estremecí y, de inmediato, le pregunté: «¿Cuántas vidas te vas a llevar tú?» Y es que, en los treinta y sieteaños que llevo de reportera de sucesos, he conocido crímenes espantosos cometidos por los que vulgarmente llamamos lunáticos, o sea, por quienes padecen «lunatismo», locura intermitente e ideas delirantes.

Cuando el lunes día 27 me desperté y puse la radio, supe que hacia las diez y media de la noche anterior dos hermanos, Antonio y Emilio Izquierdo, vestidos con ropas de caza, habían disparado indiscriminadamente contra los habitantes de la pedanía pacense de Puerto Hurraco, con un trágico saldo de siete muertos y diez heridos, entre ellos dos guardias civiles.

La población de Puerto Hurraco, pedanía de Benquerencia de la Serena, en la provincia de Badajoz, es de doscientos cincuenta habitantes, pero en los meses de verano se incrementa considerablemente al llegar numerosos nativos, residentes en el País Vasco y Navarra desde hace muchos años, deseosos de disfrutar sus vacaciones con familiares y amigos. Aquella noche era para algunos la de su despedida, porque pensaban emprender el regreso para incorporarse en septiembre a sus puestos de trabajo tras descansar un par de días del largo viaje. No podían presentir la tragedia que se iba a desarrollar en la calle Carrera, la principal de Puerto Hurraco, donde se hallaban numerosas personas, unas sentadas a la puerta de su casa y otras fuera o dentro del Salón Social, un bar recientemente abierto.

Después del calor padecido durante el día, la gente disfrutaba refrescándose en la calle, en animada charla, comentando lo que se habían divertido en las pasadas fiestas locales y lo que disfrutaron en tan pacífico y cordial lugar de la tierra extremeña; bebían, fumaban y charlaban los hombres; las mujeres, sentadas o paseando, hablaban de sus cosas y la «gente menuda» jugaba.  Reinaba la paz…

De pronto, dos cazadores con escopetas repetidoras en las manos, procedentes de un estrecho y oscuro callejón, se presentaron en la calle Carrera; todos les conocían: eran los «pata pelá», Emilio y Antonio Izquierdo Izquierdo, de cincuenta y ocho y cincuenta y tres años respectivamente, residentes desde hace varios años en Monterrubio de la Serena, localidad que se encuentra a 12 kilómetros de la pedanía, distancia que habían recorrido en su Land Rover con un solo propósito: matar a todos los habitantes de Puerto Hurraco. Esa noche iba a su culminación la carga de odio almacenada desde hacía treinta años.

Situándose en el centro de la calle y al grito estentóreo de uno de ellos: «¡Vamos a matar al pueblo, vamos a matar a todos!», su repetidora comenzó a «vomitar» plomo, alcanzando a un grupo de niñas que se hallaba en lo más alto de la cuesta, casi al final de la calle Carrera; los cartuchos de posta acabaron en el acto con dos de ellas, las hermanas Antonia y Encarnita Cabanillas Rivera, de catorce y trece años, hijas precisamente de uno de los hombres más odiados por los Izquierdo, Antonio Cabanillas; otra hermana de las dos niñas asesinadas, Carmen, de dieciséisaños, pudo escapar viva de milagro. Se podría haber pensado que ése era el único objetivo de los «vengadores», pero no: siguieron disparando a hombres, mujeres y niños, sin parar más que para meterse alguna vez en el callejón con objeto de recargar el arma.

Cundió el pánico, la gente corría a refugiarse en sus casas, pero cinco personas quedaron muertas en la calle: Araceli Murillo Romero, de sesenta años, que se hallaba sentada ante su puerta y se levantó para auxiliar a una de las niñas, fue inmediatamente alcanzada por los plomos; Manuel Cabanillas Rivera (sin parentesco con las dos víctimas), de cincuenta y ocho años, recibió un disparo mortal por el mismo motivo, y su hijo Manuel Cabanillas Benítez, de veinticinco años, fue gravemente herido; el niño de ocho años, Guillermo Ojeda Sánchez, cayó al suelo con el cráneo atravesado por una posta, y su padre, Andrés Ojeda Gallardo, de treinta y seis, que salió presuroso del bar para auxiliarle, se derrumbó a su lado, herido gravemente en el abdomen; lo mismo le ocurrió a su abuela, Isabel Carrillo Dávila, de setenta años, y a su tía Ángela Sánchez Murillo, así como a Vicenta Izquierdo Sánchez, de cuarenta y dos, y a Felicitas Benítez Romero, de cincuenta y nueve.

Así, la calle Carrera quedó sembrada de cuerpos muertos y heridos más o menos graves, bajo los que corría la sangre para deslizarse por la pendiente. Pero los Izquierdo aún querían más, llegando a golpear las puertas de las casas, con la pretensión de que salieran los que habían logrado esconderse para salvarse.

Entre los que ya terminaban sus vacaciones estaba José Penco Nogales, de cuarenta y tres años, que regentaba una agencia de seguros en la población guipuzcoana de Zumaya, donde residía como la mayoría de las cincuenta familias de Puerto Hurraco, y que al producirse la matanza se hallaba en el club social jugando una partida con sus paisanos; mientras los «pata pelá» perseguían a los fugitivos, José Penco recogió a dos heridos en su coche y los trasladó velozmente al centro de asistencias de Castuera, pero al regresar, preocupado por lo que hubiera podido ocurrirles a sus hijos, y con el deseo de auxiliar a más heridos, se encontró con los dos asesinos que le estaban esperando a la entrada de la calle; no le dio tiempo a salir del coche, dispararon contra él y murió sobre el volante.

Manuel Benítez Romero, otro vecino de la pedanía emigrado hace muchos años a Pamplona, nunca podrá olvidar el horror de aquella noche, cuando conducía su coche llevando a su derecha a su hermano Reinaldo, de sesenta y dos años, y en el asiento trasero a Araceli Murillo Romero, de sesenta. Se disponían a ir hacia el ambulatorio para interesarse por los heridos cuando el vehículo fue acribillado por los disparos de los Izquierdo. Manuel se agachó bajo el volante y pisó a fondo el pedal del acelerador; cuando al fin pudo detenerse, sus acompañantes eran cadáveres y él, sorprendentemente ileso, tuvo que llevarlos a Castuera, de donde no regresó hasta la mañana siguiente, cuando en Puerto Hurraco los gritos y la sangre en fachadas, calzada y aceras daban fe de la tragedia rural que habría de estremecer a toda España.

Pero antes del regreso de Manuel Benítez había pasado algo más que él ignoraba: atendiendo a la llamada de algún vecino, un Land Rover de la Guardia Civil había acudido a la pedanía, pero los dos guardias que lo ocupaban no pudieron apearse de él, ya que los agresores les recibieron a tiros y resultaron heridos. Uno de los guardias, Juan Antonio Fernández Trejo, de treinta y un años, presentaba traumatismo torácico de pronóstico muy grave; su compañero, Manuel Calero Márquez, de cuarenta y nueve, recibió sólo una posta de plomo de 12 milímetros de diámetro en una rodilla y su estado no revestía gravedad, «salvo complicaciones». Se comentaba que «mientras eran trasladados al hospital advertían al conductor: «Que no vengan nuestros compañeros, que los matan.»

Pero llegaron más, catorce guardias civiles, cuando los hermanos Izquierdo huían entre los cerros del Gibe y Los Castillejos. Después llegarían a doscientos los miembros de la Benemérita que tomaron parte en la búsqueda de los autores de la matanza, quienes al amanecer, con la valiosa ayuda de un helicóptero, fueron detenidos y puestos a disposición del titular del Juzgado de Instrucción n.º 1 de Castuera, Casiano Rojas, que decretó prisión provisional para ellos, después de tomarles declaración por espacio de tres horas; luego ordenaría que fueran sometidos a examen psiquiatrico, así como que la Policía y la Guardia Civil localizaran a las hermanas Luciana y Ángela Izquierdo Izquierdo, que se hallaban en paradero desconocido, ya que en el vecindario se las acusaba de haber instigado a Emilio y Antonio para que «vengaran los agravios inferidos a la familia».

Treinta años de odio

Por increíble que parezca, las diferencias entre los Cabanillas y los Izquierdo empezaron hace treinta y un años. De lo ocurrido entonces, y de los motivos, hay dos versiones.

La primera es que el 21 de enero de 1959, cuando Amadeo Cabanillas araba en su finca Las Peliscanas, colindante con una de la familia Izquierdo, se pasó unos metros y labró parte de la tierra en la que se hallaba el mayor de los hermanos varones, Jerónimo Izquierdo Izquierdo, quien le recriminó por ello. Discutieron airadamente y se insultaron, sin llegar a más; los ánimos se serenaron, pero horas después llegó la primera de las hermanas, Luciana, para llevarle la comida a Jerónimo y le indujo a que se vengara, por lo que él llegó a clavarle una navaja de gran tamaño en la espalda, sin tener en cuenta que las dos familias se habían llevado siempre bien. Amadeo, tendido sobre su mulo, alcanzó su casa, ante la que se desangró. Por aquel crimen, Jerónimo fue condenado a veintisiete años de reclusión mayor, de los que cumplió catorce.

Mientras, sus hermanos y hermanas, con su madre, se fueron a vivir a Monterrubio de la Serena, a 12 kilómetros de Puerto Hurraco, donde se quedó una de las hermanas, que se había casado con un pastor primo de los Cabanillas.

Varios años después murió la madre en un incendio que se produjo en su casa. En Monterrubio se dice que «cuando la casa estaba ardiendo, Luciana y Ángela se afanaron en sacar algunos electrodomésticos a la calle y que, al preguntarles que dónde estaba Isabel Izquierdo, su madre, respondieron que ella estaba dentro, lo que dejó al vecindario perplejo». ¿Por qué no la salvaron antes?

Los Izquierdo acusaron a los Cabanillas de haber provocado el incendio, pero la justicia sobreseyó y archivó las diligencias instruidas sobre el fuego y la muerte de la matriarca de los «pata pelá». Jerónimo, que al salir de la cárcel emigró a Barcelona, estaba seguro de que «eso era una venganza de los Cabanillas por haber matado él a Amadeo» y se indignó porque la Policía lo desmentía, ya que no había ninguna prueba de que pudiera inculpar a nadie de esa familia.

En consecuencia, Jerónimo Izquierdo salió de Barcelona para dirigirse a Monterrubio a vengar la muerte de su madre, de la que sus hermanos y hermanas también culpaban a todo el pueblo, porque «nadie les había ayudado a apagar el fuego». Lo que es absolutamente falso, según se nos aseguró reiteradamente en dicha localidad por los vecinos, hombres y mujeres que habían colaborado en las tareas de extinción mientras llegaban los bomberos.

Impulsado por el odio y el deseo de venganza, Jerónimo apuñaló a Antonio Cabanillas (el padre de las dos niñas que serían las primeras víctimas en la matanza de Puerto Hurraco); le atacó con alevosía cuando estaba eligiendo los alimentos que iba a comprar en la Cooperativa de Monterrubio, hiriéndole en un costado, pero no le mató, y tuvo que volver a la cárcel, de la que luego sería trasladado al Hospital Psiquiátrico de Mérida el 8 de agosto de 1986, donde murió nueve días después a causa de un infarto de miocardio.

Las hermanas Izquierdo, Luciana y Ángela, siempre maliciosas y desconfiadas, se negaron a aceptar el diagnóstico dado por el director del Centro y exigieron que le fuera practicada la autopsia al cadáver de su hermano, «para que se pusieran en claro las causas de su muerte».

Según la segunda versión de esta larga historia, que se nos ofreció tanto en Puerto Hurraco como en Monterrubio, Luciana, la mayor de los Izquierdo, que «siempre fue más fea que Picio», se enamoró «perdidamente» de Amadeo Cabanillas hace más de treinta años, sin ser correspondida por él, que era diez años más joven que ella, por lo que el despecho convirtió el amor en odio y Luciana, de carácter dominante, que manejaba a sus hermanas y hermanos a su antojo, indujo a Jerónimo a matar al muchacho que la había desdeñado; años después, al producirse el incendio cuyas causas no han sido aclaradas todavía, implantó en ellos la idea de que había sido provocado por los Cabanillas, así como que nadie les había ayudado a salvar la vida de su madre.

Se piensa que, al morir su hermano Jerónimo, arrastró a Ángela siempre subyugada por ella, hasta plantarse ante el cuartel de la Guardia Civil de Monterrubio para insultar e inculpar a todos los miembros de la Benemérita, por lo que ambas fueron ingresadas en el Hospital Psiquiátrico de Mérida, por el que también pasaron Emilio y Antonio, por cierto. En consecuencia: resulta que de los seis hermanos Izquierdo, excepto Emilla -la que se casó con el pastor-, cinco han sido por más o menos tiempo huéspedes del manicomio con un diagnóstico de paranoia.

Pero el caso es que, según la opinión generalizada en Monterrubio, Emilio y Antonio se comportaban normalmente en el pueblo; eran pacíficos, jugaban cada día su partida de cartas con un grupo de amigos en un bar y nadie tenía queja de ellos, por lo que se suponía que habían cometido la matanza en Puerto Hurraco instigados por sus dos hermanas, «hurañas, insaciables y malignas» que el día anterior, sábado, se habían marchado del pueblo, al parecer para visitar a un oculista en Puertollano (Ciudad Real), porque Luciana, más conocida por «la Chata», necesitaba unas gafas.

Pero el lunes se presentaron en el palacio de La Moncloa, pretendiendo ser recibidas por Felipe González, para interceder por sus hermanos, militantes del PSOE desde junio de 1986; la Guardia Civil les impidió la entrada y por la noche fueron encontradas por un periodista en la estación de Atocha, cuando se disponían a tomar un tren hacia Badajoz con ánimo de visitar a sus hermanos, Emilio y Antonio, en la cárcel.

Avisada la Policía, fueron trasladadas en el tren hasta la ciudad pacense de Castuera para declarar ante el titular del juzgado de Instrucción n.º 1, Casiano Rojas, que ya había decretado la prisión provisional de los autores materiales de la matanza tras escuchar sus declaraciones, en las que se autoinculpaban con pasmosa serenidad, la misma de la que habían hecho gala al ser detenidos, diciendo a los guardias: «Si no nos hubiérais cogido, habríamos disparado contra el pueblo cuando todos estuvieran en el cementerio enterrando a sus muertos»; y también: «Nosotros ya nos hemos vengado, ahora que sufra el pueblo»; además de: «Nosotros sabíamos que en Puerto Hurraco había niños, pero eso no nos importaba.» o sea, que no se mostraron arrepentidos ni por un momento. En consecuencia, el juez, además de enviarles a la cárcel, ordenó que se les practicaran exámenes psiquiátricos.

Luciana y Antonia, de sesenta y tres y cuarenta y nueve años respectivamente, solteras ambas como sus hermanos, fueron entrevistadas en el tren por reporteros del diario El Mundo. Dijeron que «se habían enterado de lo ocurrido al oír la noticia difundida por la radio», afirmando que: «Vamos medio muertas. ¿No se nos ve en la cara? Llevamos el estómago revuelto y todo. Dejamos a nuestros hermanos el sábado muy tranquilos, como siempre.»

Al comentar los periodistas que en Puerto Hurraco era creencia generalizada que ellas habían sido las instigadoras de la matanza, dijeron que si la gente les acusaba era «porque no tienen amor de Dios. Van a misa, casi todas van a misa y no son cristianas. Salen por la puerta de la iglesia y comienzan a criticarse unas a otras, que lo digan delante de nosotras si se atreven».

Durante la entrevista, no dejaron de comentar continuamente la muerte de su madre, carbonizada en el incendio de su casa, que aseguran fue provocado, y repetían: «Nuestra madre era una santa, ¡una santa!» Y anunciaron que: «Cuando veamos a nuestros hermanos les diremos que nos tienen muertas. Nos tienen sin vida y les queremos mucho. Siempre hemos estado muy unidos. Toda la familia.» Se mostraron serenas, afirmando que no temían la reacción del pueblo cuando ellas volvieran allí, porque: «Nosotras somos creyentes. Que se cumpla la voluntad de Dios y no tenemos miedo, porque lo que Dios quiera, que sea.»

Agotadoras jornadas para el juez

La madrugada del 27 de agosto de 1990 quedará para siempre grabada en la memoria del titular del juzgado de Instrucción, n.º 1 de Castuera, don Casiano Rojas, porque a raíz de la matanza cometida por los Izquierdo en Puerto Hurraco se le vino encima una montaña de trabajo que debió atender, a plena dedicación, en jornadas de diez o doce horas. Los criminales comparecieron ante él a las pocas horas de ser detenidos por numerosos efectivos de la Guardia Civil, mostrándose muy tranquilos y hasta un tanto satisfechos de sus fechorías, manteniendo en todo momento la suficiente sangre fría como para almorzar con buen apetito unos montados de lomo y una ración de calamares, en las mismas dependencias judiciales.

Ante el juez, los dos hermanos fueron «desgranando la mazorca» de sus antiguos «agravios», por lo que, al parecer, habían llegado a la conclusión de que para seguir viviendo en paz «tenían que eliminar a todos los vecinos de Puerto Hurraco» y para ello se habían vestido sus ropas de caza, y para «alimentar» sus escopetas repetidoras hicieron buen acopio de cartuchos de postas; al ser reducidos les fueron ocupados sesenta a uno y setenta a otro.

Cuando salieron de Monterrubio, dijeron a sus amigos: «Nos vamos a cazar tórtolas.» Y como estaba la veda abierta nadie se extrañó, ni en su lugar de residencia ni en la pedanía, ya que los que se hallaban tomando el fresco en la calle Carrera, al verlos llegar por el callejón, pensaron que venían de cazar. O sea, que lo prepararon bien, o sea, que están locos, pero no son tontos.

Cuando se llevó a cabo el registro de la vivienda de los Izquierdo por orden judicial y ante varios testigos, se encontraron 3 grandes cuchillos de 25 centímetros de hoja -1 de ellos nuevo-, 2 hachas, 3 escopetas, 500 cartuchos (cada uno cargado con 10 bolas de plomo), 15.000 pesetas en billetes y muchas cruces, rosarios y amuletos, que las hermanas, que los tenían dominados, utilizaban para sus extraños ritos, para los que encendían numerosas velas cuyos cabos habían quedado pegados sobre la tapa de un baúl.

El lunes y el martes el juez dedicó todo su tiempo a los dos hermanos, el miércoles por la mañana a tomar declaración en su despacho a siete testigos, entre ellos Antonio Cabanillas, padre de las dos niñas asesinadas, que tiene en su cuerpo las cicatrices para no olvidar el día que Jerónimo Izquierdo trató de matarle en la Cooperativa de Monterrubio.

A las tres menos cuarto de ese mismo día, el juez ofreció una rueda de prensa en la sala de juicios del Palacio de justicia de Castuera, en el transcurso de la cual se fueron aclarando algunos puntos interesantes que hasta aquel momento sólo parecían rumores. Por ejemplo, que, en efecto, esta dramática historia pudiera derivarse de un rechazo amoroso por parte de Amadeo Cabanillas hacia una de las hermanas Izquierdo, lo que recuerdan los más ancianos del lugar. No obstante, al ser preguntado sobre si existían indicios para sospechar que las dos mujeres hubieran influido en sus hermanos para cometer la matanza, el juez Rojas contestó rotundamente que no, y en cuanto al incendio de la casa en que pereció la madre del clan Izquierdo, la respuesta fue que existía un sobreseimiento provisional del sumario, que no pensaba abrir por el momento.

Comentó también que durante la matanza hubo tres tandas de disparos, y que entre la primera y la segunda los agresores hicieron un alto el fuego para cargar las escopetas en el callejón, señalando que uno de los hermanos (Emilio) hizo más uso de su arma. Habló asimismo de los antecedentes psiquiátricos que tenía Luciana, que cinco años antes había sido condenada a dos meses de prisión condicional por desacato a la Guardia Civil y a la autoridad judicial.

Tenía previsto el juez interrogar a Luciana y a Ángela al día siguiente, ya que habían sido localizadas en la madrileña estación de Atocha, y aunque en la comisaría de El Retiro habían sido advertidas del peligro que corrían si regresaban a Puerto Hurraco, decidieron viajar a Badajoz. Sobre el comentario acerca de que, a causa de una paliza que le habían dado los reclusos, Emilio había sido atendido en el Hospital Infanta Cristina de la capital pacense de una fractura de húmero, el juez de instrucción aclaró que tal lesión ya la padecía Emilio cuando ingresó en prisión.  Al parecer, se había fracturado el brazo al tratar de escapar a su detención.

La detención de Antonio Cabanillas

El jueves 30 de agosto, desde muy de mañana, cientos de personas se agrupaban ante el Palacio de Justicia de Castuera debido a que Luciana y Ángela Izquierdo se encontraban en el interior siendo interrogadas por el juez Casiano Rojas; fuerzas de la Guardia Civil velaban para mantener el orden, aunque bien es verdad que el gentío se mantenía en silencio, expectante. Yo estaba allí; había tanta tensión en el ambiente que me asaltó un presagio: «Aquí va a ocurrir algo.» Y pasó.

Hacia las tres de la tarde hubo un cierto revuelo entre la multitud. ¿Qué sucedía? Pues ni más ni menos que allí se encontraba Antonio Cabanillas, el padre de las dos niñas asesinadas en Puerto Hurraco; el hombre a quien trató de matar Jerónimo; el que el día que fueron enterradas sus hijas en el pequeño cementerio de la pedanía, mientras enjugaba sus lágrimas, había declarado al enviado especial de Tiempo, Emilio Jaráiz: «Odio hacia los Izquierdo es poco, ésos tienen que ser ahorcados, colgados y desmenuzados, porque si les sueltan de la cárcel, que les soltarán, algún día harán lo mismo, o más, que han hecho ahora.» Y al ser preguntado si mantenía rencillas con los Izquierdo dijo: «No, por mi parte, no. Han venido a matar a todo el pueblo. Estos son unos criminales profesionales y se acabó. Siempre han estado intentando matar y hacer daño dondequiera que estén.»

Alertada la Guardia Civil de la presencia de Antonio Cabanillas en la plaza, procedieron a cachearle, mientras protestaba y se resistía diciendo: «Yo no he hecho nada. Estoy como un ciudadano más y tengo derecho a estar aquí.» Entre sus ropas llevaba un gran cuchillo de los usados para sacrificar cerdos y dos navajas, con cachas negras de madera, mientras decía: «Estoy tranquilo y si llevo esto es porque lo uso en las faenas del campo.» Lo esposaron y, cuando era conducido a presencia del juez, iba diciendo entre risas y lágrimas: «Tranquilos, tranquilos, yo no he hecho nada, tranquilos, tranquilos, aquí no pasa nada.» Esa misma tarde, el juez decretó el ingreso en prisión provisional sin fianza para Antonio Cabanillas por un «delito contra la vida en grado de tentativa», y éste pasó a ocupar en la cárcel una celda bastante alejada de la de los hermanos Izquierdo.

El juez también ordenó la prisión provisional de las hermanas Luciana y Ángela Izquierdo, que ingresaron tras unas once horas de interrogatorio en el Hospital Psiquiátrico de Mérida, donde habían de ser sometidas a exámenes psiquiátricos, cuyo resultado sería diagnóstico de «trastornos paranoicos». Se dijo que posteriormente podrían ser trasladadas a un centro penitenciario ordinario.

La otra hermana

El miércoles, día 5 de septiembre declararon en el juzgado de Castuera Emilia Izquierdo, su marido y sus dos hijas, una de las cuales había dicho a los periodistas: «Me avergüenzo de llevar el apellido Izquierdo.» A ninguno de los cuatro se les pudo encontrar la menor relación con los autores de los hechos ni con las que eran señaladas como instigadores de la matanza.

Tras el interrogatorio, que duró cinco horas, el juez comentó a los periodistas que Emilia mantenía muy poca relación con sus hermanos y hermanas; que ella y su marido se encontraban en la pedanía la noche del tiroteo y se marcharon al campo al oír los disparos, por miedo a que se tratara de un enfrentamiento entre su hermano Emilio y Antonio Cabanillas; en cuanto a sus hermanas dijo que «podrían estar mal de la cabeza», pero el juez Rojas agregó que «en ningún momento se las ha inculpado de instigar el asesinato».

Cuando el matrimonio salió del juzgado iba protegido por un cordón de diez guardias civiles. Emilla, al llegar, había manifestado que recibió amenazas, a lo que añadió su marido que esas amenazas de la familia Cabanillas habían sido hechas también contra sus dos hijas.

Murieron dos de los heridos

Doce días después de aquella inolvidable noche en la que Puerto Hurraco se convirtió en un matadero, fallecía Andrés Ojeda Gallardo en la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital de Badajoz, a causa de una septicemia, consecuencia de sus heridas; tenía treinta y seis años y era padre del niño de ocho, Guillermo Ojeda Sánchez, que fue alcanzado por un disparo en la cabeza; al verle caer en la calle, corrió hacia él para auxiliarle y fue abatido también por varios disparos que le produjeron gravísimas lesiones: rotura de bazo, del riñón izquierdo y del colon. Sus restos mortales fueron trasladados a San Sebastián, lugar en que tenía fijada su residencia; era uno de los veraneantes que habían ido a disfrutar de sus vacaciones a la pedanía pacífica y siempre alegre.

Isabel Carrillo Dávila, de setenta años, herida también cuando se levantó de la silla en que estaba sentada, para acudir a socorrer a una de las niñas asesinadas, falleció cuarenta y ocho horas después que Andrés Ojeda, a causa de los disparos recibidos en el pulmón y el diafragma. Fue enterrada el 12 de septiembre en el cementerio de Alza, en San Sebastián. Con la muerte de esta anciana se elevó a nueve el número de muertos por la agresión de los hermanos Izquierdo.

En cuanto al pequeño Guillermo Ojeda, salió del coma en que había permanecido el 4 de septiembre, y varios días después pudo ser trasladado con su madre a San Sebastián; salvó la vida, pero según pude saber a finales de octubre, se teme que su capacidad mental haya quedado muy disminuida.

Otro de los heridos, Antonio Cabanillas Benítez (que nada tiene que ver con la familia Cabanillas, tan odiada por los Izquierdo), de veinticinco años, permanecía en el hospital aquejado de paraplejía irreversible en los miembros inferiores y neumotórax, que le obligaba a recibir respiración asistida. Su padre, Manuel Cabanillas Rivera, de cincuenta y ocho años, cayó fulminado por los disparos de los Izquierdo cuando al ver muertas a las dos niñas les increpó diciendo: «Pero ¿qué hacéis? ¿Estáis locos?» Esas fueron sus últimas palabras.

El resto de los heridos, menos graves, fueron siendo dados de alta poco a poco, mientras el vecindario seguía sobrecogido; en la calzada de la calle Carrera, unas grandes manchas oscuras daban fe de la sangre derramada en la inolvidable matanza, de la que pocos quieren hablar, aunque, eso sí, tanto en la pedanía -ya para siempre marcada por la tragedia- como en Monterrubio se pide a las autoridades que jamás permitan el regreso de los hermanos y las hermanas Izquierdo Izquierdo.

Pasaron los días; Antonio Cabanillas fue puesto en libertad condicional, tal vez para alejarle de sus dos encarnizados enemigos, a quienes, por cierto, fue preciso instalar en una celda de seguridad debido a que -según pudimos saber- Antonio había recibido una paliza administrada por varios reclusos de los que no perdonan la violencia contra mujeres y niños.

La última noticia sobre este caso fue facilitada por la agencia Efe y publicada el sábado 22 de septiembre en estos términos:

«El director del Hospital Psiquiátrico de Mérida, José Gómez Romero y un médico forense designado por el juez de Castuera, Casiano Rojas, practicaron el jueves un examen psiquiátrico conjunto a los cuatro hermanos Izquierdo, con el que se pretende conocer cómo se interrelacionan en el ámbito familiar.

»Antonio y Emilio Izquierdo permanecen recluidos en la cárcel de Badajoz como presuntos autores materiales de la matanza de Puerto Hurraco, mientas que Ángela y Luciana están en el Psiquiátrico de Mérida, en calidad de detenidas como presuntas inductoras.

»Gómez Romero explicó que el examen conjunto ya está concluido en su primera parte de recogida de datos, mientras que aún resta la más importante, a su juicio: la interpretación y valoración de esta información.»

Sólo me queda decir que a mí me deja perpleja ese calificativo de «presuntos autores materiales de la matanza» referido a Emilio y Antonio Izquierdo… ¿Es que no bastan los testimonios de tan numerosos testigos, entre ellos los dos guardias civiles heridos, para establecer su culpabilidad sin lugar a dudas? Incluso los dos «presuntos» se declararon autores del delito, añadiendo que su deseo era «matar a todo el pueblo». La verdad: no lo entiendo.


La matanza de Puerto Hurraco

Juan Madrid

El 26 de agosto de 1990 la localidad pacense de Puerto Hurraco se convirtió en el escenario de una de las más salvajes matanzas de la España rural. Nueve personas asesinadas y varias gravemente heridas fue el demoledor balance de una triste historia de odio y venganza.

Apostados en la calle principal del pueblo, los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo dispararon sus escopetas contra todos los que allí se encontraban. Pretendían vengarse de la familia Cabanillas, a la que acusaban de haber quemado la casa en la que murió la madre de los Izquierdo.

Las dos primeras víctimas fueron las niñas Antonia Cabanillas, de catorce años, y su hermana Encarnación, de trece, hijas del máximo rival de los Izquierdo, Antonio Cabanillas. Resultaron muertas tras recibir a bocajarro varios escopetazos.

Al ir a socorrerlas también fueron asesinados en iguales condiciones Manuel Cabanillas Carrillo, de cincuenta y siete años, Reinaldo Benitez Romero, de sesenta y dos, Antonia Murillo Fernández, de cincuenta y siete, José Penco Rosales, de cuarenta y tres, y Araceli Murillo Romero, de sesenta años.

Pocos días después fallecían, a consecuencia de las gravísimas heridas producidas, Andrés Ojeda Gallardo, de treinta y seis años, y la anciana Isabel Carrillo Dávila.

Asimismo resultaron heridos de diversa consideración otros habitantes del pueblo y varios guardias civiles que acudieron a reducir a los hermanos Izquierdo.

Tras ser detenidos en una arboleda cercana al pueblo los autores de la masacre, se procedió posteriormente a la detención de Luciana y Ángela Izquierdo, hermanas de los mismos, como posibles inductoras del crimen.

Una frustrada historia de amor entre Luciana y Amadeo Cabanillas, tío de las niñas asesinadas, varios contenciosos por la linde de las propiedades de las dos familias y la muerte en 1984 de la madre de los Izquierdo en el incendio presuntamente provocado de su casa pudieron llevar a los hermanos a saciar su sed de venganza.

El 30 de agosto de 1990 Antonio Cabanillas, padre de las niñas asesinadas, fue detenido en posesión de un cuchillo y dos navajas con las que pretendía atentar contra las hermanas Izquierdo a la puerta de los juzgados de Castuera.

El juez Casiano Rojas decretó prisión sin fianza para Cabanillas.

El pasado 8 de enero el juez instructor del sumario dictó auto de procesamiento contra los cuatro hermanos Izquierdo: Emilio, Antonio, Luciana y Ángela. Los dos primeros están procesados como presuntos autores de nueve asesinatos consumados y seis en grado de tentativa. A las hermanas se las considera inductoras del mismo delito. Una quinta hermana, Emilia, no ha sido inculpada. Aún no se ha celebrado el juicio.

Matanza en Puerto Hurraco

La brutal matanza de Puerto Hurraco (Badajoz), suceso que conmovió el verano pasado, es uno de los exponentes más descarnados de la España inextinguible y profunda. El escritor Juan Madrid recrea hechos y personajes a partir de las primeras investigaciones.

Aquí la comía es buena, pero no me dan calamares, bueno, el otro día me dieron calamares y huevos fritos y ensalada y arroz con leche. Era el santo de alguien o la fiesta de la patrona de aquí, algo así. Yo les digo, cuándo me vais a dar calamares? y se ríen y me dicen: a ti sólo te gustan los calamares. Yo no digo nada, ¿para qué? Luego no me hacen caso, ya sé que no me van a dar calamares y por eso no les digo nada. También me gusta mucho el queso de oveja, ¿sabe usted? Ese queso que está muy duro. Me gusta rasparlo con la navaja y comerme las virutas. Una vez me comí un queso entero en una sentada, yo solito. Me fui para los olivos, me senté en la sombra, abrí el zurrón y empecé a comerme el queso, despacico, mirando para el cielo, sin tener prisa. Cuando me cansaba, lo bajaba con una Fanta limón y luego vuelta a empezar. Así estuve hasta que se me acabó el queso y vino la anochecida. Me acuerdo mucho de eso, sí señor. Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Yo espatarrao bajo un olivo, venga a darle viajes al queso y a la botella de Fanta, que era una de esas grandes de a dos litros, que me acuerdo que la compré en el supermercado ese nuevo que abrieron en Castuera. Ha visto usted el supermercado ese? ¿Que no lo ha visto? Pues es de esos modernos… Bueno, a lo que iba, me fui para el supermercado y compré la Fanta limón de dos litros, que allí la venden tres durillos más barata que en la tienda del Olegario. El queso se lo había comprado a un pastor que los hace el mismo con mucha maña, un pastor de la parte de la Vera, que le llaman el Chato. Lo menos pesaría sus dos kilos y medio, el jodío queso, y se lo compré por nada, unas perrillas, y me lo tuve en el zurrón tres días para que se me fuera curando, que todavía soltaba agüilla. Y no le dije nada a la Luciana ni a la Antonia, porque a ellas también les gusta mucho el queso y seguro que me lo quitarían. Yo no me separaba del queso, que hasta dormía con él, y la Luciana venga a decir, aquí huele a queso, lo lista que es la Luciana que huele y siente como las mismas bestias del campo, la jodía. Y yo le contestaba, vete a dormir, hermana, que son los pies del Antonio. Pero ella como si nada, de manera que decidí aquella misma noche que a la mañana siguiente me iba a comer yo solito todo el queso. No dormí aquella noche, se lo juro, y un poco antes de que clareara ya me estaba yendo para fuera. ¿Adónde vas, Emilio?, me dijo la Luciana. A ver el campo, le digo yo, y arramplo con la botella de Fanta limón y me quito de en medio. Ya le digo, me senté bajo un olivo y me tiré todo el día bocao de queso viene bocao de queso va, echando tragos de Fanta limón, para tirarlo para abajo. De vez en cuando miraba para el cielo y me parecía que estaba en la misma gloria de nuestro señor Jesucristo. Hasta un águila vi, si señor, que daba vueltas alrededor, seguro que olfateando el queso, y yo que le decía, anda ven por esto, verás lo que te encuentras. Algunas veces me pongo a recordar esas cosas, ¿sabe usted?, los momentos felices, las cosas de gusto que uno ha tenido, ¿no? que aquí pocas distracciones tiene uno, porque aunque hay su televisión y todo, a colores, grande y su vídeo y arradios, que hay varias, no se si dos o tres, pues la distracción no es mucha. Algunas veces hasta echamos unas partiditas y es como una alegría, verdad, como una fiesta, pero lo que más echo de menos son los calamares, como ya le digo, y el queso, curado, puro de oveja, ese que sólo saben hacer los pastores de esta parte. Yo, antes, una vez a la semana, me acercaba para Castuera, que es como una ciudad con sus bancos, sus cafeterías y todo eso y me iba a un bar que le llaman el del catalán y me zampaba una o dos racioncitas de calamares yo solito con buches de agua, porque los calamares están caros, muy caros, no se crea. Si fueran baratos, no comería yo otra cosa. Aquí como la comida es gratis, de balde, pues me jincho a comer, hasta que ya no puedo más, que aquí no escatiman, pero calamares no hay, ya les digo, hasta ahora, dos veces sólo los he catado y por ser fiesta de algo, digo yo . ¿Qué? ¿Los ruidos? Sí señor, me siguen los ruidos en la cabeza, esos ruidos que nunca paran, que están dentro y siempre sonando. Ya casi me he acostumbrado, no se crea, pero siguen sonando los ruidos, no paran nunca, no señor.

Primero fue el ruido. Un ruido sordo y persistente dentro de la cabeza. Un ruido que no dejaba dormir, que acompañaba siempre, que no cesaba de sonar. Un ruido que duraba ya desde que en 1984 muriera carbonizada, dando alaridos, la anciana de noventa años Isabel Izquierdo, madre de la camada Izquierdo, allí en Puerto Hurraco, una pequeña aldea extremeña acostada en la falda de un monte desnudo.

Aquel ruido acompañó desde entonces a los cinco hermanos Izquierdo: a Luciana, apodada la Víbora, a Angela, Emilia, Antonio y Emilio. Los cinco con la cabeza llena de ruidos y con la imagen de la madre abrasándose entre las llamas, gritando. Y seis años después, el 26 de agosto de 1990, volvieron los gritos. Aunque fueron otras gargantas las que los emitieron.

La mañana de aquel fatídico domingo de agosto Emilio y Antonio Izquierdo se vistieron con cuidado. Se colocaron los cartuchos en los bolsillos de los chalecos, de las camisas y de los pantalones. Luego las cananas. En total trescientos cartuchos del calibre 70, suficientes para acabar con una aldea de doscientos habitantes. Durante un año, los dos hermanos Izquierdo habían estado recargando cartuchos. La munición es cara y si se puede ahorrar, pues se ahorra.

Más tarde cogieron las escopetas. Dos Franchi automáticas, de cinco tiros cada una. Armas ilegales, porque la Guardia Civil y las autoridades no permiten escopetas de esa repetición. El límite se encuentra en los tres tiros.

Se colgaron las escopetas y salieron de su casa de dos pisos de la calle Constitución, antes avenida del Generalísimo, y se encaminaron despacio a Casa Soriano, en la carretera de Puerto Hurraco.

El bar estaba vacío a esas horas de la mañana de aquel domingo. La parroquia no acude al bar hasta la hora del aperitivo, del momento de las voces y las palmadas en el mostrador de madera.

Doña Pilar, la dueña, se puso las gafas cuando escuchó la puerta y dejó el desayuno del niño sobre la mesa. Fue a ver quien era a esas horas.

Los hermanos Izquierdo se apoyaron en el mostrador.

-¿Adónde vais a estas horas? -les preguntó doña Pilar.

-Ya ves -contestó Emilio.

Antonio, su hermano de cincuenta y tres años, habla menos. Si alguien tiene que decir algo, que lo diga Emilio, el mayor. Para eso tiene cincuenta y ocho años.

-Bueno -doña Pilar limpió el mostrador, para hacer algo, algún gesto-. ¿Qué os pongo?

-Dos cafelitos -dijo de nuevo Emilio.

-Y piña colada -añadió Antonio.

A Antonio le gustaban desde siempre las cosas dulces. Contra más dulces, mejor. Los botellines esos nuevos estaban muy ricos, muy dulces y daba gusto tomarlos.

Doña Pilar se dio la vuelta para preparar los cafés. El marido, el Cosme, tuvo que salir de amanecida a Don Benito, al hospital, para ver a ese amigo suyo que es practicante, que le tiene que dar unos análisis. Por eso encendió la cafetera.

Por decir algo, volvió a preguntar.

-¿Vais a Castuera?

-No -contestó Emilio.

-Lo decía porque si vais por allí, me podías subir un vestido que me está arreglando la Visitación. Es nada más acercarse por su casa y recogerlo. Luego yo os invito a algo. ¿Hace?

-Vamos a por tórtolas -contestó el Antonio y miró a su hermano que asintió.

-Sí, a por tórtolas.

-Bueno, qué le vamos a hacer. Le diré luego al Cosme que se acerque él.

Puso los dos cafelitos con leche delante de los dos hermanos y, sin preguntar, dos bolsitas de azúcar complementarias al lado del Antonio. Luego se dirigió a la nevera a por dos botellines de piña colada.

Estaban bien fríos, daba satisfacción bebérselos. Cae bien al estómago por las mañanas y es agradable sentirlo bajar por el gaznate. El Antonio se bebería tres o cuatro botellines de piña colada. Hasta cinco de un golpe, los que fueran. Pero los botellines esos nuevos cuestan sus cuartos y no hay que pasarse.

-Entonces vais a por las tórtolas, ¿no?

-Sí, eso -contestó Emilio.

-Pues que tengáis suerte

-Gracias. ¿Cuánto te debemos, Pilar?

Parecían contentos los dos hermanos, con el ánimo ligero y hasta saltarín. Era verano y ya apretaba el calor en el campo extremeño, pero ellos no parecían sentirlo.

Tenían el cuerpo forrado de cartuchos del 70, pero ellos como si nada. Parecían haber engordado de repente, hinchados con tanto cartucho alrededor del pecho y la barriga.

Doña Pilar, dueña del bar Casa Soriano, se percató de un pequeño detalle. No se va por tórtolas con escopetas Franchi, ni con esa munición. Si se alcanza a una tórtola se la convierte en papilla, en un amasijo de jirones de carne que no se puede aprovechar para nada.

Pues ya lo ve usted, aquí nada. Dar vueltas y vueltas y luego al cuarto a dormir. La televisión no la veo, no, algunas veces los ciclistas y esas cosas que me gustan, pero ya le digo, poco. A mí la televisión me aburre, no me acuerdo mucho de que he visto antes, me hago un poco de lío y luego salen unas mujeres que… Je, je, cuando salen, uno que anda por aquí, Paco se llama, empieza a gritar, está en pelotas, está en pelotas, y entonces yo me acerco a la sala y meto la cabeza. Casi siempre ya se han ido, no puedo ver nada. Este Paco es que es la.. pero algunas veces sí que las he visto, ¿no?, y es un poco de distracción. Las ves, ahí, en pelotas canta que te canta y se distrae uno un poco… ¿Los médicos?… Sí, sí que me ven, y me miran, me preguntan cosas y aluego se van. Me dan pastillas, inyecciones, me hacen mirar cosas raras, manchas que hay en unos papeles, y yo tengo que decir lo que me viene por la cabeza. ¿Qué que digo? Pues eso, lo que me viene a la cabeza, no me acuerdo, casi siempre veo escarabajos peloteros, de esos, yo de pequeño me entretenía arrancándoles la cabeza y viéndoles las tripas, que parecían moco.. Je, je, je… ¿Mujeres? …. no, no señor, yo no veía guarrerías en esas manchas, yo veía lo que le he dicho, lo que me pasaba por la cabeza, eso lo que me decían los doctores. Yo he tenido pretendientes, no se crea, cuando era mozo y después, también, pero no encontré a ninguna buena, a ninguna decente ¿sabe?, a ninguna que fuera cristiana y como Dios manda. Ahora las cosas están revueltas, las mujeres son hombres y los hombres mujeres, que parecen… bueno, parecen eso, como si no se supiera quien es varón como Dios manda y quién hembra. No digo que no haya mujeres buenas, cristianas, decentes, pero yo no las he encontrado y por eso no me he casado, está uno más a gusto, ¿no cree? Si no se casa uno como es debido, luego pasa lo pasa. Mi hermanilla, la Emilia, es la única de la familia que se ha casado, con un hombre formal y trabajador que le ha dado coche y todo. Una vez nos vinieron a ver por las Navidades y nos trajeron turrón y esas cosas. Al Antonio le regalaron un cinturón, pero como aquí no dejan llevar cinturones, pues se lo llevaron y dijeron que iban a traer otra cosa, que lo iban a descambiar en la tienda y buscar otro regalo. A mí me regalaron esta camisa, ya ve… No, no me preocupa eso que dice usted, las mujeres a su aire y yo al mío. Además, a mí nunca me han gustado las guarrerías, mirar a las mujeres y esas cosas. Eso, lo que hacen los perros en medio del campo, que parece que se vuelven locos. Una vez los vi a la salida de Monterrubio venga que te dale, venga que te dale, delante de todo el mundo, ¿no?, de un montón de criaturitas, de niños y me entró un no sé qué por la cabeza, como un arrebato, y descargué la escopeta contra eso animales del demonio y los reventé allí mismo. Luego se lo dije a la Luciana y me dijo que muy bien hecho, los perros son el demonio, están endemoniados. ¿Qué dice de la Luciana? Pues me parece que está bien, eso me han dicho, también está bien mi otra hermana, la Angela. Me lo dijo mi cuñado que es un buen hombre, decente trabajador, me dijo que la justicia las había molestado y también los periodistas esos embusteros me cago en…

Un día antes Emilia, su marido y sus hijos abandonaron Puerto Hurraco en su coche, donde pasaban el verano. Casi a mismo tiempo, Luciana, la Víbora, de sesenta y tres años, y Angela, de cuarenta nueve, ambas solteras, ambas de negro las dos siempre juntas, tomaron el tren de Madrid. En Monterrubio dijeron que iban a Don Benito a que les miraran la vista y ponerse gafas, pero desembarcaron en la estación de Atocha y se fueron derechitas a la pensión Alegría, que está al ladito y que les fue recomendada por alguien. Las dos hermanas Izquierdo iban a ver al Presidente del Gobierno, a denunciar un plan diabólico, fraguado contra ellos, contra la familia Izquierdo, dirigido por todo el pueblo de Puerto Hurraco, la familia Cabanillas y la Guardia Civil. Un complot que se cernía sobre todos ellos como una manta húmeda y viscosa, desde treinta años atrás.

Quizás también para hablarle del ruido que todos ellos, sentían en la cabeza. Ese ruido que exigió que cortasen los cables de la luz que alimentaba la casa de la calle Constitución, antes Generalísimo, en Monterrubio. Creyeron que el zumbido de la luz era el causante de aquel rumor sordo dentro del cerebro.

Tuvieron que vivir con velas, a oscuras, sin radio ni televisión, aguardando que cesaran aquellos zumbidos, mascullando entre los cuatro hermanos la venganza que daría fin a aquel tormento.

El señor Presidente del Gobierno, ese chico tan guapo, tendría que escuchar a Luciana, la Víbora, y a Angela. Para eso, Emilio y Antonio se habían afiliado al PSOE en 1984, después de que su madre muriera carbonizada, y eso permitía una audiencia. Se lo iban a explicar todo, con pelos y señales.

Iban a decirle al señor Presidente del Gobierno que muchos años atrás, el 21 de enero de 1959, el Amadeo Cabanillas se pasó de sus lindes y aró dos metros de las tierras de los Izquierdo con las pretensiones de que aquellas lindes no eran justas. Iban a decirle, también, que era mentira que ella, la Luciana, apodada por mal nombre la Víbora, se hubiera enamorado de moza del Amadeo Cabanillas que, justo era decirlo, era entonces un mozo juncal y reidor. La Luciana, ahora de sesenta y tres años, no fue despreciada por el Amadeo, no señor, eso eran habladurías, chismes de Puerto Hurraco.

Tenían todo eso en la cabeza las dos hermanas. Y el señor Presidente del Gobierno sabría, por fin, cómo el pueblo de Puerto Hurraco se había confabulado contra la familia Izquierdo. Llegando, incluso, a meter fuego a su propia casa, en 1984.

Un fuego que quemó a la madre y que tuvo que ser provocado por los Cabanillas. No cabía otra explicación.

En el momento en que los hermanos Emilio y Antonio Izquierdo trasegaban piña colada en el bar Casa Soriano de Monterrubio, la Luciana y la Angela se detenían junto a la puerta de entrada del Palacio de la Moncloa, en Madrid.

El cabo de la Guardia Civil Teodoro Ramírez acababa de cumplir treinta años dos días antes y, sin embargo, ya estaba acostumbrado a ver cosas raras con la gente que se acercaba a la mole de granito de la residencia presidencial.

Las dos mujeres, vestidas enteramente de negro, con un extraño fulgor en los ojos, parecían de otra época, aunque el cabo no sabía de que época, como surgidas de un mal sueño.

El hombre no podía saber de los zumbidos y del ruido en la cabeza de las dos hermanas, ni que se llevaban catorce años entre ellas. Ambas parecían de la misma edad indefinida. Viejas desde siempre.

-Buenos días, señoras. ¿Qué desean?

-Buenos días -contestó Luciana, la única que hablaba-. Queremos ver al señor Presidente del Gobierno.

-¿Al presidente? ¿Tienen ustedes audiencia, señoras?

-¿Audiencia? -las dos hermanas se miraron.

Luciana sacó de un bolso negro con cierres dorados cuatro carnés nuevos, apenas sin tocar, y se los tendió al guardia civil.

-Somos del partido. Nos hemos apuntado -manifestó Luciana-. Vea usted.

-Sí, sí señora. Ya lo veo. Son del partido. Pero yo no puedo dejar pasar a nadie que no tenga cita previa con la Secretaría del presidente. ¿Comprenden?

-El señor Presidente nos tiene que hacer justicia -dijo Luciana.

-Sí, señoras. Claro. Pero yo no las puedo dejar pasar sin la autorización de la secretaría del Presidente. Vamos, que si no tienen audiencia no pasan. ¿Por qué no le escriben ustedes una carta, señoras?

¿Una carta? ¿Cómo se podría explicar todo su calvario en una carta? Eso era imposible. Hay cosas que no se pueden escribir. Como por ejemplo, el principio de esta historia de venganza y de sangre, de odio acumulado.

Dos años después de que el Amadeo Cabanillas siguiera arando aquellos dos metros de las lindes de los Izquierdo, aquel año nefasto de 1959, el Jerónimo Izquierdo, el mayor de la camada, le tuvo que reventar el hígado de catorce puñaladas, para que aprendiera. La Guardia Civil, siempre la Guardia Civil en el horizonte de la familia Izquierdo, condujo al Jerónimo Izquierdo a la cárcel de Badajoz con condena de veintisiete años de cárcel. Pero el Jerónimo salió a los catorce años por buena conducta y las cosas continuaron igual. Puerto Hurraco es nada más que una calle larga y limpia y en cuesta y las casas de los Izquierdo y los Cabanillas están una frente a la otra.

La autoridad desterró al Jerónimo fuera de la comarca y el Jerónimo se marchó a Barcelona a trabajar en la construcción, destino inexorable de tantos y tantos campesinos andaluces y extremeños. Pero el destino es el destino y lo escrito escrito está. En el tórrido verano de 1984 una humareda de fuego se alzó de la casa de los Izquierdo en Puerto Hurraco.

El Emilio y el Antonio andaban en las faenas del campo y en la casa sólo se encontraban las mujeres: la madre, Isabel Izquierdo Caballero, de noventa años, y la Luciana y la Angela. Y las dos mujeres no pudieron hacer nada. La madre se convirtió en yesca, en carbón retorcido, aquel aciago verano de 1984.

¿De quién era la mano que prendió el fuego? Todos los Izquierdo lo sabían. No hacía falta juicios ni abogados ni autoridad alguna. La mano que prendió el fuego era una mano de los Cabanillas, que así se vengaban de la muerte del guapo Amadeo Cabanillas, uno de los suyos. ¿Para qué buscar más?

El Jerónimo Izquierdo, el hermano mayor, a quien correspondía la venganza por derecho, bajó de Barcelona en secreto y se fue a buscar al Antonio Cabanillas, hermano de aquel otro Cabanillas, el Amadeo, muerto a navaja mientras araba lindes inconcretas.

El Jerónimo encontró al Antonio Cabanillas en la cooperativa de Monterrubio haciendo las compras y le asestó cuatro puñaladas en la espalda sin mediar palabra. El Jerónimo siempre fue muy bueno a la hora de manejar el cuchillo.

Nuevamente fue a la cárcel el Jerónimo. En esta ocasión por intento de asesinato, porque el Antonio Cabanillas no murió. Pero esta vez no salió de la cárcel de Badajoz. En 1986 un infarto lo tiró al suelo y le explotó el corazón.

Luciana y Angela Izquierdo iban a contarle también eso al señor Presidente del Gobierno. Que su hermano mayor, el Jerónimo, no murió de muerte natural en la prisión de Bajadoz, sino con veneno suministrado por los Cabanillas. Las cosas estaban tan claras que no cabía otra explicación. El complot contra los Izquierdo se cumplía paso a paso.

Por todo eso, a nadie debería extrañarle que el Emilio y el Antonio llevaran aquella mañana del 26 de agosto de 1990 las escopetas Franchi, automáticas, y trescientos cartuchos del calibre 70. Iban a hacer lo que tenían que hacer. ¿Es que acaso el señor Presidente del Gobierno no lo entendería?

Claro que lo entendería. El señor Presidente del Gobierno lo entendería perfectamente. Nada se puede hacer cuando hay un complot de esas dimensiones. Un cerco en contra de la familia Izquierdo.

Precisamente fue a partir de 1984, del incendio pavoroso de la casa de los Izquierdo en Puerto Hurraco, cuando comenzaron los ruidos en las cabezas de los cuatro hermanos supervivientes. Antes había habido como un zumbido, una premonición de ruido. El fragor en la cabeza vendría después, cuando los enemigos prendieron fuego a la casa con la madre dentro.

Pero había más cosas que decirle al chico guapo ese, el señor Presidente del Gobierno, cosas que no se le podían decir al guardia civil de la puerta del Palacio de la Moncloa. Y era que la Guardia Civil era añada de los Cabanillas en el complot. Para eso los Cabanillas eran los caciques del pueblo. ¿Es que no estaba claro?

Los hermanos Izquierdo sabían a ciencia cierta que la Guardia Civil había metido material de guerra en la casa pasto de las llamas, para que explotara y el incendio fuera más rápido y contundente.

Los vecinos de Puerto Hurraco aún recuerdan las llamas que salían de las ventanas de la casa, los alaridos de la anciana y a las hermanas Luciana y Angela sacando a la calle la televisión, la cocina, la bombona de gas butano y la nevera. Todas cosas de valor que no se podían dejar a merced de las llamas. La madre se quedó dentro achicharrándose.

Y entonces se mudaron de Puerto Hurraco a Monterrubio, distante diez kilómetros por carretera recta. Allí compraron casa en la calle Constitución, antes Generalísimo Franco. Allí vivirían los cuatro: Luciana, Emilio, Antonio y Angela. Los cuatro solteros, viejos ya desde su niñez, vestidos de negro, escuchando los terribles ruidos en la cabeza.

¿Eran aquellos ruidos el eco desgarrador de los gritos de su madre quemándose viva?, ¿o tenían otro origen? ¿Quién provocó aquel incendio? ¿Las manos asesinas terribles de los enemigos de los Izquierdo o fueron las dos hermanas? En el último caso se debe a un accidente, a una mala planificación, olvido quizás. ¿Quién lo sabe? –

-Mi madre era una santa, ¿sabe usted? – le dijeron al cabo Teodoro Ramírez.- Una santa que ahora está en el cielo. Por eso mis hermanos, ahora…

-¡Cállate! -gritó Luciana.

-¡No, lo tengo que decir! Que ustedes pasaban por la puerta de la casa sin hacer nada y… el material de guerra… las cosas que ustedes… ni el pueblo entero, nadie ayudó y…

-¡He dicho que te calles, Angela!

La Angela tenía que haberle hecho caso a su hermana mayor, porque la Guardia Civil es la Guardia Civil, esté donde esté. Por eso, ellas mismas se fueron delante del cuartel de Monterrubio, días después del fuego, y se pusieron a insultar a la Guardia Civil, llamándolos cabrones, hijos de puta, sin hacer caso al sumario que abrió el señor juez por si lo del incendio fue intencionado o no, quedando claro y sobreseído juicio. No hubo mano criminal.

Sin embargo, a ellas (veáse cómo continuaba el complot) las condenaron a dos meses de arresto y a examen psiquiátrico. ¿Había derecho a tanta ignonimia contra los Izquierdo?

-Esperen ustedes un momentito, señoras – les dijo el cabo Teodoro Ramírez, ese día de guardia en la puerta Palacio de la Moncloa.

El cabo se dirigió al telefonillo interior y llamó a la policía. Las dos mujeres vestidas de negro, pálidas y con los rostros hinchados por la falta de luz y aire, estaban escandalizando a los visitantes de La Moncloa que sí tenían audiencia.

La policía tardó dos minutos en llevarse a las hermanas Izquierdo a la pensión Alegría, cercana a la estación de Atocha.

De ese modo se enteraron de la extraña misión que les había llevado al Palacio de la Moncloa.

Yo siempre me he dedicado a lo mío, ¿sabe usted?, a las cosas del campo, a recoger la aceituna, a arar para la siembra, la recogida del trigo… ya sabe, esas cosas. Teníamos nuestras tierrillas, no se crea, no éramos pobres, tampoco ricos, todo hay que decirlo, íbamos tirando con fatigas, con mucho trabajo. Allí había que arrimar el hombro. Todos trabajábamos desde que eramos niños, ya pequeños, ¿entiende? Un poco de escuela y para el campo, que hacen falta brazos, muchos brazos para el campo. No sé si usted entiende de estas cosas, pero en el campo, antes, no había infancia, ya se estaba con las faenas del campo desde pequeño. Uno ya era hombre cuando todavía no tenía edad para serio. Ahora es un poco diferente con eso de las cooperativas y los créditos agrarios y esas cosas. Ahora la vida en el campo es un poco más regalada, digo un poco más, no que sea como en la capital, pongo por ejemplo, que ahora los jóvenes no quieren saber nada del campo, van al servicio militar y se quedan en las capitales, que no quieren ni asomarse al campo. Al campo no quieren ni verlo. Y las mozas… bueno, las mozas jóvenes con esto de las discotecas y la televisión y todas esas cosas, tampoco se quieren casar con un hombre del campo como no sea rico , digo, como no tenga sus peonadas y sus tierras. Que si no, nanay, de criadas a Mérida o a Cáceres o hasta Barcelona y Madrid, que hay mozas de este pueblo en las casas, sirviendo. Bueno, también en las fábricas, de obreras, que eso les da más dinero y menos trabajo y más libertad para el… bueno, para lo que sea , que las mozas se malean en cuanto salen del pueblo, eso es verdad como que hay Dios, y el Gobierno tendría que hacer algo. Bueno, a donde van más los de Puerto Hurraco y Monterrubio es a País Vasco, a la parte de Zarauz, Amaya esos sitios… también a Bilbao, a las fábricas. Yo algunas veces me ponía a pensar que a lo mejor algún día me iría para allá a ver un poquillo de mundo, ¿no? Bueno eso es lo que se piensa de joven, pero me duró poco, cuando murió mi padre, pues todos tuvimos que arrimar más el hombro, todavía más. Y cuando murió el Jerónimo, que lo envenenaron aquí mismo, en la cárcel de Badajoz, pues lo mismo. Más trabajo, todavía mas… Pero es que… o sea, ya antes, cuando el Jerónimo tuvo que matar al Amadeo Cabanillas, se tiró catorce años en la cárcel y yo tuve que ser el hombre de la casa, si el trabajo antes era diez, pongo por ejemplo, pues entonces veinte, el doble. Así ha sido mi vida, ya le digo. Yo lo que se dice infancia, no he tenido nunca, siempre que echo la vista atrás me veo trabajando si parar. Primero ayudando a mi padre y a mi hermano mayor, el Jerónimo, y después yo solo con hermano Antonio. Pero ya ve, salimos adelante, que otros tienen menos que nosotros. Nosotros tenemos casa y coche, televisión, radio y esas cosas y comemos todos los días. Ahora no tenemos tierras porque las vendimos cuando lo del incendio, pero nos compramos la casa ahí en Monterrubio y todavía nos sobró algo, un milloncejo o así, que lo tenemos en el banco y que nos da nuestros dividendos, unas perrillas para ir tirando… No, trabajar no. Desde hace seis años ya no trabajábamos, ya le digo, vendimos las tierras. Yo ya no tenía salud, tenía una edad, y mi hermano Antonio, aunque es más joven, es un poquillo más… no sé, como más flojo, más dado al regalo.

Bueno, mire, yo estoy como más tranquilo, como si me hubiera quitado un peso de encima. Aquí me dan de comer de balde, no tengo que trabajar y me tratan bien. Casi estoy mejor que antes, qué quiere que le diga… ¿Eh? ¿Mi hermano, el Antonio? Bueno… hablar no nos hablamos mucho, ésa es la verdad, él está en su sitio y yo en el mío. El por su lado y yo por el mío… a cada uno lo suyo… No, no se lo voy a decir, las cosas nuestras son nuestras, usted no tiene por qué enterarse. Si yo me enfado con el Antonio es cosa mía.

La idea de la venganza se convierte pronto en una charca de agua oscura que se va pudriendo lentamente, y en donde bebe un pájaro carroñero. Y entonces ya no se puede disimular el olor a podrido. Un olor nauseabundo y helado, triste, que invade el cuerpo, llenándolo de razones para matar.

Después del zumo de piña colada y de los cafetitos, los dos hermanos Izquierdo, llamados también «Los Pata Pelás», caminaron con dificultad, bamboleándose por el peso de los cartuchos, hasta dirigirse a su furgoneta Citroén, blanca y sucia, y enfilaron la carretera recta que conduce desde Monterrubio a Puerto Hurraco. El calor ya apretaba y los dos hermanos, con los cartuchos cubriéndoles el cuerpo como una coraza, sintieron cómo las nuevas oleadas de sudor cubrían las viejas capas de sudor antiguo y retestinado.

No eran pobres. Vivían de los intereses de una cuenta de dos millones y medio de pesetas y de los subsidios del paro por incapacidad laboral. Hay quien dice que los hermanos Izquierdo tienen más dinero escondido, fruto del seguro contra incendios. Pero eso son habladurías y ganas de liar las cosas.

La vida de los cuatro en la calle Constitución de Monterrubio, antes avenida del Generalísimo Franco, era metódica e irreal, como la vida de los sueños. Desde que cortaron los cables de la luz, pensando que ése era el origen de los ruidos en sus cabezas, vivían sin televisión, sin radio, a oscuras, apenas alimentados con unas cuantas velas que diseminaban por entre los pobres muebles.

Tampoco se les conocían amigos, distracciones o alguna risa perdida. Parece que ya nacieron adultos, reservados y desconfiados.

Sólo algunos vecinos muy próximos tenían un vago recuerdo de ellos dos jugando la partida en el bar Casa Soriano, después de la siesta, sin que jamás probaran el alcohol o visitaran el único puti-club de la zona que se encuentra en el próximo pueblo de Zalamea y que cuenta con dos marroquíes, dos negras, una portuguesa, una dominicana y una española, todas regentadas por un vasco dicharachero con un pendiente en la oreja y el cuerpo tatuado.

Los dos hermanos conocían Puerto Hurraco como la palma de sus manos y sabían que los domingos, con la fresca, no habría nadie en las casas. Todo el pueblo, más los emigrantes que habían regresado a la aldea desde las fábricas del País Vasco, se encontrarían en la calle, sentados en sillas y a las puertas de sus casas.

Había una bala para cada uno de ellos. Trescientos cartuchos rellenados cuidadosamente con perdigones aplastados, bolas de acero que salen al rojo vivo y destrozan aquello que encuentran a su paso. Más de la mitad de aquellos cartuchos habían sido rellenados con cuidado y paciencia por los dos hermanos Izquierdo para que hicieran más daño y la posibilidad de error fuera mínima.

Esa munición para jabalíes es ilegal, aunque se puede comprar en cualquier ferretería de la comarca. Son cartuchos de siete centímetros de largo que destrozan a las bestias del campo: zorras, lobos, jabalíes, águilas, y que ningún cazador prudente usaría o pensaría usar. Los destrozos son tan grandes que el animal queda inservible para la cocina.

El radio de acción y la capacidad de destrozo de aquel instrumento mortífero desaconsejan su utilización excepto para matar por matar. Podría herir a cualquiera en un radio de veinte metros.

Si mi hermano habla, yo no hablo. Que hable él, que le gusta mucho el chuchuchu, pregúntele a él, le gusta mucho salir en los papeles… No, le he dicho que no… ¿Esto es para mí? ¿Pasteles?.. Bueno, pues muchas gracias, pero ya me manda mi hermana pasteles, la Emilia… Bueno, cojo uno, uno nada más, pero no pienso… ¿Son de Madrid? Se nota… como más finos, ¿no?… Oiga, que no le voy a decir nada, ya se lo avisé… ¿Eh?…

Nosotros hicimos lo que teníamos que hacer y nada más. Eso no lo entiende nadie. ¿Y usted quién es? ¿Quién le ha enviado aquí? ¿Es usted de los Cabanillas?… Ya, usted. puede decir lo que quiera, a ver qué va a decir.

Desde la mañana temprano hasta las diez y media de la noche, el Emilio y el Antonio Izquierdo, alias «Los Pata Pelás» se quedaron a la vista de Puerto Hurraco, mirando el ir y venir de la gente en silencio, sin necesidad de hablar más de lo que ya estaba hablado y dicho, reconocido y claro.

A la sombra de un olivo vaciaron sus zurrones de cazadores de tórtolas y comieron despacio lo que habían traído: dos hogazas de pan moreno, cecina y un pedazo de queso como de un kilo. El Antonio añadió media tableta de turrón de cacahuetes, tan frecuentes en Castuera, donde hay cinco fábricas turroneras.

Como ninguno de los dos fumaba, después de comer sólo les cupo echarse la siesta, viendo las calles desiertas de la aldea, quizás escuchando a alguna madre llamar a su hija y el sonido tamizado de algún aparato de televisión.

Hacía cuarenta y dos grados a la sombra. Y los dos hermanos Izquierdo esperaban.

A las diez y media de la noche rodearon la aldea y entraron por detrás, por las casas apagadas que daban a los campos, cerca de los olivos.

Había ruido en la calle Carrera de Puerto Hurraco. Los vecinos, en las puertas de sus casas, veían pasar, arriba y abajo, a los jóvenes y a los paseantes y hablaban. Todo el mundo hablaba a la vez. El sonido de las voces broncas de los hombres y los muchachos que bebían en los tres bares con que cuenta la aldea se mezclaban con las risas de los niños. Debieron escuchar las risas de los niños, apostados en el callejón que llega hasta la única calle de la aldea.

A las diez y media de la noche de aquel 26 de agosto de 1990, los dos hermanos Izquierdo avistaron al fin a Antonia y a Encarnita Cabanillas, de trece y catorce años, sobrinas de aquel Amadeo Cabanillas, muerto a puñaladas treinta años atrás por Jerónimo, el primer vengador de la familia. Las niñas se tapaban la boca con las manos y se reían mientras paseaban.

Entonces asomaron las cabezas y empezaron a apretar los gatillos de sus escopetas Franchi, automáticas.

«Cohetes», pensó el alcalde pedáneo del pueblo, Braulio Nogales.

«¿Una fiesta ahora?», pensó a su vez Ricardo Izquierdo, antiguo emigrante y ahora empleado del Ayuntamiento.

Sin embargo, hubo mucha gente que no pudo pensar nada. Las primeras en caer fueron Antoñita y Encarnita Cabanillas, sobrinas del Amadeo e hijas de Antonio Cabanillas, el que no pudo ser asesinado por Jerónimo. Carmen, de dieciséis años, escapó con vida de la matanza por milagro.

Araceli Murillo, de sesenta y dos años, murió en el acto, alcanzada en la cabeza, lo mismo que Manuel Cabanillas. Su hijo Manuel, de veinticinco años, fue alcanzado de gravedad. El niño de ocho años Guillermo Ojeda Sánchez cayó con el cráneo partido como una nuez. Su padre, Andrés Ojeda, corrió en su auxilio desde el bar y le dieron en el vientre, lo mismo le ocurrió a su abuela, Isabel Carrillo Dávila de setenta años, y a su tía Angela Sánchez Murillo, de cuarenta y dos años. Vicenta Izquierdo y Felicitas Benítez que estaban sentadas charla que te charla, también fueron alcanzadas por los cartuchos de las Franchi.

José Penco recogió a dos heridos de la calle y se los pudo llevar en su coche a Castuera, al centro asistencias. Luego volvió a seguir ayudando y en la entrada del pueblo se encontró con los dos hermanos Izquierdo que parecían esperar a los que iban saliendo. A José Penco no le dio tiempo de salir del coche, dispararon contra él y murió en el acto, sobre el volante.

Igual le ocurrió a Manuel Benítez, que intentó salir del pueblo llevando en el coche a su hermano Reinaldo, de sesenta y dos años, y a Araceli Romero, de sesenta. Los hermanos Izquierdo apretaron los gatillos y acribillaron el coche. Manuel Benítez tuvo el reflejo de agacharse y por eso salvó la vida. Los demás ocupantes del coche perecieron.

«La calle se llenó de sangre y de cuerpos tendidos. Los heridos gemían y lloraban» , cuenta el alcalde pedáneo, «la sangre corría como si fueran arroyos después de las lluvias. Los heridos se arrastraban intentando salvarse y la gente se refugiaba en sus casas, atrancando las puertas».

Después de disparar cada uno tres cargadores de cinco cartuchos, los dos furtivos abandonaron el callejón y bajaron la calle, golpeando las puertas de las casas. «¡Salir, cabrones, os vamos a matar!», dicen que gritaban los dos hermanos. De esa forma se dirigieron hasta la entrada del pueblo sin que nadie les molestara o les hiciese frente.

En la entrada del pueblo se dedicaron a disparar a los coches que llegaban o intentaban salir. No corrían, no se precipitaban. Caminaban con esa sangre fría y determinación que da la decisión, la práctica y una idea fija en la cabeza. Parecía un plan metódicamente planeado y ejecutado con suma precisión.

A las once de la noche llegó el primer Land Rover de la Guardia Civil de Monterrubio. Ni siquiera les dio tiempo de apearse del coche. Los hermanos Izquierdo destrozaron el pecho del guardia civil Juan Antonio Femández Trejo y la rodilla del otro guardia, Manuel Calero Márquez.

Los hermanos Izquierdo, entonces, dieron de nuevo la vuelta al pueblo y se dirigieron hacia los cerros del Jibe y los Callejos. A las once treinta, llegaron catorce guardias civiles que encontraron la calle Carretera desierta y cubierta de sangre de cuerpos que se movían, pidiendo ayuda. Hasta las doce llegó un contingente fuerte de guardias civiles. Alrededor de doscientos al mando de teniente coronel que ordenó registrar la zona. Ya se había acabado todo: los treinta años de rumiar venganza, los gritos, las maldiciones en silencio, el odio viejo. No hubo demasiado ruido, ni demasiado estrépito, si se exceptúa el sonido de las escopetas repetidoras. La venganza exige silencio y degustación. La alharaca sobra en estos casos. En apenas hora y media la camada Izquierdo había cumplido el viejo de que la sangre con la sangre se paga.

Dejaron en la calle Carrera de Puerto Hurraco un saldo nada despreciable: nueve víctimas y seis heridos y un sueño de espanto y de sangre que jamás se olvidaría. Tardarían tres largos días en limpiar los regueros de sangre espesa que jalonaban la calle en cuesta y, probablemente, mucho más tiempo en limpiar la cabeza de tanto espanto.

A la mañana del otro día, justo cuando Luciana y Angela mascullaban imprecaciones por no haber sido recibidas por el Presidente del Gobierno, fueron encontrados los hermanos Izquierdo.

No habían ido demasiado lejos, no pretendían esconderse.

Emilio fue encontrado durmiendo a las afueras del pueblo, a menos de un tiro de piedra de las casas del pueblo. Antonio se desperezaba entre los olivos como si no hubiese pasado nada, quizás hasta un poco asombrado de que tal contingente de guardias civiles fuera a por él. Las imágenes de los fotógrafos de prensa los muestran aún abotargados por el sueño, un poco confusos y hambrientos.

Nada más ser conducidos a las dependencias carcelarias del Juzgado de Castuera, los hermanos Izquierdo pidieron de comer. El estómago es el estómago y ahí sí que no valen subterfugios. Del restaurante La Ideal les trajeron montados de lomo, ración de calamares bien abundante y tarta de manzana.

A los guardias civiles que vigilaban la comida se les hizo un nudo en la boca del estómago. Los dos hermanos Izquierdo comían como si tal cosa: degustaban la comida y efectuaban esos ruiditos de satisfacción que produce un estómago agradecido y bien tratado.

El joven juez Casiano Rojas estuvo con ellos más de tres horas, mientras los periodistas y cámaras de televisión alborotaban el pueblo, instruyendo el sumario más extraño e importante de su corta carrera en Magistratura.

Dicen que el joven juez les preguntó:

-¿Por qué lo habéis hecho?

Emilio, que es el que habla siempre, se encogió de hombros. Los dos hermanos se encontraban tranquilos y reposados, como si estuvieran viendo una película. Al juez le pareció que aquello no tenía nada que ver con la sangre fría. Era otra cosa. Algo impalpable y viscoso.

-Ya nos hemos vengado -contestó al fin Emilio-. Ahora que sufra el pueblo.

Y su hermano Antonio asintió, cabeceando.

-Pero habéis matado a nueve personas y…

Emilio le interrumpió.

-Que sufran. También sufrió mi madre.

A Luciana, apodada la Víbora, y su hermana Angela, la policía las hizo subir en un vagón de primera y las acompañó a Badajoz. Allí estaba previsto que un coche de la Guardia Civil las acompañara a Castuera, donde el juez Casiano Rojas las interrogaría.

La estación se encontraba llena de periodistas, curiosos y la Guardia Civil. Entre los curiosos se encontraba Antonio Cabanillas, cuyo hermano Amadeo, el guapo, requerido en amores inútilmente por Luciana, la Víbora, fue asesinado a cuchilladas por Jerónimo Izquierdo en 1961. Ese mismo Antonio Cabanillas fue también cosido a puñaladas por el mismo Jerónimo, el mayor de la camada Izquierdo, en 1986.

Y ahora, en 1990, ese mismo Antonio Cabanillas había perdido a dos hijas, Antoñita y Encarnita, bajo la metralla de otros Izquierdo.

La Guardia Civil le encontró entre sus ropas un cuchillo de monte. Contestó, cuando le preguntaron por qué llevaba eso encima:

-Por nada, siempre lo llevo.

Emilio y Antonio descansan ahora en la prisión de Badajoz y sus hermanas Luciana y Angela en el Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Mérida.

No se ven, ni se escriben, ni parecen echarse de menos los unos a los otros. Cada uno. debe seguir sintiendo los mismos zumbidos, los mismos ruidos en las cabezas. Ese crepitar dentro del cerebro que no abandona a uno ni de día ni de noche y que surgió en el mismo momento en que la anciana Isabel Izquierdo gritaba achicharrándose en su casa de Puerto Hurraco, allá en 1984.


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